Los mareos eran cada vez más usuales. Me levantaba de cualquier lado y veía todo negro: el mundo colapsaba; por diez segundos me invadía una ceguera impenetrable y mi cabeza mutaba en una montaña rusa. El mundo era mejor cuando estaba mareada: no podía ver o escuchar absolutamente nada; se me tapaban los oídos, perdía la noción del tiempo, del espacio. Cuando se hicieron más comunes los desmayos, aprendí a identificarlos antes de que apareciesen. Así, cuando sabía que iba a perder el conocimiento, me sostenía con fuerza y rapidez de cualquier pared, o baranda, o mesa que estuviera cerca de ese cuerpo que era más mío que nunca. Me costaba dormir: Solía quedarme despierta hasta las dos de la mañana habiéndome acostado a las once de la noche. Eran horas insoportables donde no hacía más que repetirme que “es el precio que hay que pagar por ser perfecta”. Mentira, no era ningún precio, me estaba hundiendo cada día más y más profundo. Pronto iba a llegar al límite donde no había nada más debajo mío y ese día iba a ser el fin.